Una capa gris se desprendía del suelo como presagio de una realidad alterada. El sol siempre sale por los lugares donde menos pretende ver el día; esos lugares donde las casas pueden ser de cartón o de sólido cemento con incrustaciones de mármol y vitrales únicos.
Así despertó el barrio de Doña Rosa, con los perros ladrando y los gatos despertando de su larga noche temeraria.
Los animales del barrio mostraban el camino, advirtiendo lo que iba a pasar sin siquiera saberlo.
¿Galopes por las calles de mi casa? —se preguntaban los niños. Incluso, alguno de ellos, curioso, fue capaz de asomarse entre la cortina de su casa armada de ladrillos pelados para ser testigos de aquella caballería duplicada. Felices, despertaron a sus padres en medio de la madrugada para dar la buena noticia. Los desfiles que el gobierno lejano, ese que se concentra en las grandes capitales y solo se preocupa por los habitantes que tienen posibilidades de ser ciudadanos de prestigio, con sus fiestas y desfiles, por primera vez se acercaba a esta zona en lo alto de la ciudad. Esta ciudad diferente, de lotes baldíos, calles de tierra y casas tomadas, traía eso que solo podían ver en televisión sus pobladores: los desfiles militares y toda su parafernalia.
Los padres no necesitaron una corazonada, no era una festividad lo que traía esa movilización marcial disfrazada de ciudadanía. Desde el primer día en que decidieron poner su vida en riesgo, sabían que mirar a sus hijos llorar en pijamas sin entender lo que estaba pasando era una posibilidad. La ira de las nuevas generaciones contra los malos gobiernos que se disfrazan de bondad sería una tónica generalizada en sus hijos y en los hijos de sus hijos.
¡LA RABIA NO BASTA, LA RABIA NO BASTA, LA RABIA NO BASTA! repetía como un mantra Gonzalo mientras recogía presuroso las ollas en las que anoche habían cocinado los frijoles refritos que tanto le gustaban a la abuela.
Doña Rosa casi no podía moverse. Su cuerpo había atravesado distintas batallas que la vida de campo y la migración a la ciudad habían marcado en cada una de sus articulaciones. Tenía el cuerpo cansado; sus ojos miraban un horizonte que no encontraba buenos presagios, quizá nunca los pudo hallar. Pese a ello, su lucha nunca cesó; ella siempre quiso lo mejor para su familia, nunca dejó de trabajar y sacar adelante a sus hijos, que ahora tenían nietos y a los hijos de sus nietos que la convertían en una gran matriarca. Desde que llegó a la ciudad, no tuvo más remedio que dejar de lado la sabiduría campesina para lavar ropa de familias que todo el tiempo dudaban de su honradez.
Sus casas estaban en despampanantes avenidas con autos del año y cuidadores en las puertas de grandes señoríos, en los que la mirada debe estar contenida y siempre sumisa. Ropas que cuestan quizá el valor de varias vidas de la lejanía, porque a veces no podemos comparar las pertenencias con más pertenencias; a veces la comparación se hace desde el capital hacia la vida humana. ¿Cuántas vidas puede valer una camisa? ¿Cuántos cuerpos pueden soportar el peso de unas botas?
Rosa lo sabía; había llegado el momento y actuar no era una posibilidad, era una necesidad radical a toda acción:
—Ustedes chamacos, dejen de llorar y órale, a quitar la virgencita que está en el altar de la calle, porque eso sí que no, no me la van a desalojar a ella también, ni más faltaba. Y ya dejen de llorar, que nuestra vida siempre será así. Mientras los de arriba no entiendan que la justicia no es pareja, nada podemos hacer.
Entraban hordas de agentes de gobierno desde sus distintas dependencias. Había aquellos que se notaban perdidos, había los que mientras subían el cerro pensaban en sus propias familias y cuándo les tocaría a ellos; había los que, al parecer, esta actividad era una sana distracción que los nublaba de su propia realidad; y había los que creen tener un poder que nunca les fue conferido.
De casa en casa se lanzaron cual voraz campaña electoral a explicar la situación a los intrusos de sus propias tierras, porque el gobierno nunca se equivoca y, tristemente, señora, señor, usted está cometiendo un delito.
—Sí, claro, entendemos la rabia e indignación por lo sucedido, pero entiéndanos usted a nosotros. Solo estamos haciendo cumplir la ley.
Esa ley que es distinta dependiendo de la zona de la ciudad en la que vivas, ley que vulnera a los desposeídos y protege a los favorecidos.
Gonzalo, que había dejado la noche anterior su balón con el que jugaron todos los niños del barrio, no dejaba de pensar que lo que le decían a sus padres montados en grandes y bien mantenidos caballos que seguramente habían comido mejor que todos los niños del barrio juntos, solo podía significar algo, así que se atrevió a preguntar:
—¿Entonces, esta no es nuestra casa?
Su madre no supo qué responder, aunque llevaban años pagando ese sueño construido con pico y pala sobre un piso de tierra, sabía que algo andaba mal, que en algún momento la esperanza sería traducida en escombros, desechos que prácticamente son restos de miseria que no podrán levantar nunca más del suelo, porque del escombro no queda más que desechos traducidos en sueños. No quería llorar frente a los niños, pero al parecer solo eso quedaba. La orden ya estaba tomada y se disponían a "proceder" los ciudadanos que, amaestrados, fingían ser empáticos cuando tenían implantado el chip de la esencia gubernamental.
—Claro que sí, esta siempre fue nuestra casa, pero nos engañaron, hijo. No supimos leer los contratos y las palabras chiquitas, los artículos constitucionales que nos obligan a dejar lo que es nuestro, porque nosotros pensábamos que si lo pagamos, es nuestro.
En ese momento se escuchó la voz del joven funcionario público que seguramente no tiene acceso a una salud digna, y su situación precaria se dejaba ver en la ropa humilde que llevaba puesta, decir:
—El desconocimiento de la ley no la exime de ella señora.
Las palabras pueden ser tan devastadoras como las acciones, pero muchas veces también están confinadas al olvido o a ser un simple espejo de lo que vemos diariamente. Quizá el joven funcionario no sabía a lo que se refería al pronunciar ese enunciado atroz, quizá solo quería sentir por un segundo el poder que perdió al dejarse gobernar por la misma gente.
Detrás de las nubes grises que se levantaban por el polvo ajeno a dejar lugar sin sentencia de escozor, sin espacio a diluir la realidad, picando, cercenando gargantas y humedeciendo ojos que, en una deformación de los espacios construidos con aplomo, se caían a pedazos, nadie volteó siquiera a ver al perro y al gato que, desde su lugar, veían con asombro, sin siquiera imaginar lo que estaba pasando.
Ellos seguían moviendo la cola con magnífica diversión, creyendo que las más de dos mil personas que invadían sus territorios estarían ahí para darles algo de comer o quizá jugar con ellos.
Buscaron a sus dueños, esos niños que seguían jugando en medio de sus casas desahuciadas, corrían en el patio de la calle, porque paredes ya no había. Veían una televisión que extrañamente era espejo de la realidad, desconectada, negra e inservible. Sin embargo, nadie podía contra ellos; al parecer jugaban el juego más grandioso de todos: La resistencia de los niños sin voz, la rebeldía de los pies descalzos, la molestia de no sentirse propios, de no pertenecer y, aún así, saberse dueños de sus territorios. Porque patria es la construcción de la dignidad, porque casa es la recuperación de nuestra memoria, porque futuro no es más que lo que nosotros queramos para nosotros mismos.
13 de diciembre de 2024
Bogotá - Colombia
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